Estaba cruzando la cordillera de Los Andes en un avión sin escalas desde São Paulo a Santiago, y sentí ese calor de febrero y la sequedad de años sin una buena lluvia. Iba a la IV región de Coquimbo, a La Serena, y más específicamente, al valle de Elqui, donde hace algunos años voy recurrentemente, pero esta vez iba a ser diferente, porque lo miraría con los ojos de quien quiere ver detrás de lo comúnmente difundido, intentando imaginar quienes fueron aquellos que nombraron estos ríos, sus pueblos y sus cerros, cómo era la vida entonces, sus tradiciones, y su influencia actual.
Tanto el valle de Elqui cuanto los demás valles transversales del norte semiárido, y sus respectivos ríos, Limarí, Hurtado, Choapa y Huasco, son lugares prodigiosamente dotados de tierras fértiles, aguas puras y cristalinas, picos nevados, cerros estratégicamente ubicados, agricultura y arte, donde vivió la cultura diaguita, conocida por sus cerámicas, algunas tradiciones heredadas, apellidos que permanecieron en descendientes mestizos, la vida campesina, petroglifos y el pastoreo.
Los diaguitas fueron un grupo pluri-lingüistico y multicultural, que tendrían como lengua el mapuzungun (y los diferentes dialectos de una lengua popular probablemente usada desde el río Copiapó hasta Chiloé), así plantea el profesor Patricio Cerda -doctor en historia que comenzó sus estudios en la Ex U. de Chile de Valparaíso-. En consecuencia, no sería el cacán, como se ha difundido en algunas publicaciones; palabras en esta lengua se han registrado en el noroeste argentino, de donde probablemente habrían llegado los diaguitas, y no del lado chileno de la cordillera.

Junto a esto surge una teoría de revitalización y re-etnificación, que comienza cuando reconocieron por ley en 1993 las etnias que habitaban el país y más de una década después, en 2006, la etnia diaguita, que ya había comenzado a reagruparse para reconstruir su identidad. Un ejemplo es el Congreso Binacional Raíces de Etnicidad en asociación con la provincia de San Juan, Argentina, que realizaron en Coquimbo el 2011, una instancia que reunió expertos de diversas áreas para analizar y teorizar sobre las culturas pre-colombinas que habitaron estas tierras y que tienen mucho en común.
Luego, en el Museo Arqueológico de La Serena, pude apreciar, a través de una cronología muy bien detallada, que la etnia diaguita se desarrolló en la región entre el 1000 y el 1536 D.C -si bien los primeros indicios de presencia humana vienen de 12 mil años A.C-. Una vasta colección de cerámicas con motivos antropomorfos y zoomorfos, que hoy conocemos como el principal legado diaguita, muestran las diferentes influencias que derivaron en dicha cultura. Desde la cultura molle, de quienes habrían heredado la alfarería, pasando por la cultura ánima e inca, y hasta algunas migraciones mapuches. Todo esto reflejado en su iconografía, que en un primer momento era minuciosa y detallada, y luego con la influencia inca aparentemente más simple; de todas formas una clara manifestación de un complejo sistema simbólico de creencias.
Del museo salí en dirección al valle y me encontré con una variedad de pueblitos, con sus cerros, plantaciones, iglesias y caserones de barro, que por estar cerca de La Serena son una excelente opción para vivir, incorporando, junto a los loteos, un toque de urbanidad: Altovalsol, Las Rojas, Marquesa, El Molle, Gualliguaica, son algunos de los nombres que atraviesan la ruta en dirección a las altas montañas, lugares que fueron escenario de antiguos habitantes, donde se han encontrado sepulturas que manifiestan la creencia en otra vida, vestigios y piedras pintadas, o petroglifos, que muestran lugares sagrados, generalmente sobre un cerro, y son de difícil acceso para el turista.
En estos paisajes Marcelo Olivares -de Mundo Caballo- revive la herencia criolla. Si bien los diaguitas resistieron un poco más de una década, luego tuvieron que ceder ante la influencia y el dominio español, y de ahí surgen productos de una simbiosis obligatoria, el mestizaje, por un lado, y la cultura por el otro, un ejemplo es la incorporación del caballo a la tradición diaguita. Marcelo realiza paseos a caballo por caminos indígenas del Elqui bajo, y me cuenta que el caballo fue una herencia de la colonización española, que fue adquirida por los diaguitas para incorporarlo a su tradición campesina y trashumante, “lo único que ha cambiado respecto a esta tradición es que ya no pastorean llamas y guanacos, sino que cabras”. Así lo pude constatar recorriendo los cerros, a pie y también a caballo. Entre las llanuras de los valles aprecie varios asentamientos de cabreros, construcciones de material liviano, donde cuidan de sus animales y producen recursos como queso, lana, carne y cuero; y los llevan de caballo a la montaña a pastar, serpenteando sinuosos caminos al borde de acantilados.


Vuelvo al Elqui, al río Coquihuaz, el encuentro de dos valles, donde las estrellas se ven casi todos los días del año -por eso en todos estos valles hay varios observatorios astronómicos científicos y de turismo-, donde el pastoreo, la agricultura y las construcciones antiguas tienen aún más presencia. Al interior de los valles, parece que las raíces milenarias se conservan más vivas, perpetuadas por artistas como Gabriela Mistral que en la naturaleza y montañas de Monte Grande inspiró su rima, ella ya decía “volvamos a lo indio”, o Sergio Larraín, que se retiró de su exitosa profesión como fotógrafo de la Magnum en los rincones de Tulahuén, junto al Río Grande, afluente del Limarí, para dedicarse al autoconocimiento y a la contemplación.
Es en Pisco Elqui que me encuentro con Claudia Rodríguez y con Elquitelares. Ella es tejedora, una técnica que podría ser herencia de un pasado diaguita. Cerda bien lo cuenta en su libro “Tulahuén de Monte Patria, Historia y Artesanías Patrimoniales”, donde retrata el oficio de las tejedoras, mujeres que sin tiempo escriben en lana historias sacadas de cuentos y canciones, inspiradas en su orgullo de ser diaguitas. “Yo me siento diaguita”, me revela Claudia con un gesto natural, y lo puedo apreciar en su obra. Ella usa elementos como la palma y el cobre que los antiguos incorporaron en la creación de utensilios y herramientas, tejiendo formas y colores que me recuerdan a la tierra, el sol, los ríos.

Es en estos procesos que se encuentran los ingeniosos métodos de permanencia de una cultura mantenida en silencio por décadas. Si bien muchas tradiciones y expresiones quedaron atrás –por causa de la colonización, principalmente– pueden apreciarse hoy varias manifestaciones que a través de un sentimiento de persuasión llegaron a nuestro presente. Es sólo caminar y adentrarse en los infinitos valles que forman las quebradas y los ríos, y los pueblos, que nos llevan a un tiempo remoto. Levantando algunos velos, producto del sincretismo de culturas –europea, indígena, y, en menor medida, negra–puede palparse aquella cosmovisión que permea todos los pueblos andinos, el sentimiento de reciprocidad y dualidad, la vida campesina y el amor a la tierra.